Triunfos Guarangos / Exclusivo para Sophia / Abril 2008
Una figura particularmente vistosa representa a la mujer en los medios masivos –de instinto bajo, chismosos, fusionados con lo efímero- que modulan gran parte de la opinión y del gusto en la Argentina. Se la conoce como la chica de tapa, entre otros apelativos mucho menos amables, ya que las portadas de las revistas son las que alimentan sus catorce minutos y medio de notoriedad.
En un país de mayoría genéticamente morocha se trata, a menudo, de una rubia. Aunque su pelo es un artificio, como también lo son las partes mas abundantes de su anatomía alevosa. A medida que el tiempo va abatiendo tabúes, los atributos de la feminidad de la chica de tapa son enfatizados cada vez con mayor saña. El proceso inflamatorio concierne las áreas del cuerpo más inmediatamente asociadas con la atracción erótica -boca, senos, nalgas- que adquieren en la chica de tapa proporciones inéditas. Y así este supuesto emblema de la mujer va como dejando de ser una mujer para transformarse en el primer eslabón de una especie de mutación vaya uno a saber hacia cual extravío.
Casi todo lo que la chica de tapa muestra -y hay que decir que muestra casi todo- es el resultado de una larga serie de excesos quirúrgicos. Y el amarillo de su pelo un logro incesamente renovado de la industria cosmética. Aunque Lala, Lela, Lila, Lola o Lulú -o como sea que se llame según la temporada- puede ocasionalmente lucir un melenón negro, es la llamarada rubia lo que la hace conquistar aquellas tapas en las que y de las que vive.
¿Porque un país como la Argentina, cuyas mujeres -profesionales, amas de casa, artistas, socialmente activas, comprometidas, curiosas- representan múltiples y muy variadas facetas de lo feminino, elige repetidamente un prototipo a tal punto reductor? ¿ Porqué semejante caricatura? En una entrevista reciente, Libertad Leblanc, lejano antecedente de la desinhibida de hoy, confesaba llamarse a sí misma “el primer travesti” por el modo deliberadamente caricatural, con que encaraba la feminidad de su personaje cinematográfico. A la vez trasgresiva en la afirmación de su sensualidad pero sumisa a los clichés de la cultura machista, la chica de tapa es emblemática del predominio de una manera guaranga de actuar, de ver y de armar la vida, una ideología guaranga en suma. Allí la mujer es relegada a un rol subalterno. Para el que no le basta ser decorativa: debe además mostrarse manifiestamente libidinosa.
¿Porqué calificar esta Weltanschauung, esta visión del mundo, de guaranga? No solo por la contundencia, la expresividad, la fuerza onomatopéyica de la palabra guarango, sino además por los múltiples sentidos que abarca y por la precisión con que define un cierto modo de actuar. Lo guarango aparece como un extremo absoluto en la gradación de comportamientos que derivan de la mala educación. El guarango es un grosero que se asume perfectamente como tal, que reivindica su ordinariez y que pretende imponerla como conducta hegemónica. No le basta con promover y aplaudir la chabacanería elevada a forma de entretenimiento; se dedica asimismo a menospreciar y burlarse de la cultura, la intelectualidad, la inteligencia, el refinamiento. Practica en permanencia la prepotencia, el atropello. Se impone por el rugido, el empujón, los golpes. Es el compadrito puesto al día y aupado al puesto del caudillo.
Por todo esto, calificar de vulgar a nuestra chica de tapa sería hacerle un favor. Es una guaranga consumada, que participa de un sistema de jerarquías en el que llega al tope quien muestra el traste con mayor desparpajo. Pero habría que distinguir por otra parte la vitalidad que hay en lo vulgar; el bullicio, la savia, la creatividad, todas virtudes de las que lo guarango está exento. De lo vulgar surgen todos los días ideas estupendas, a nivel por ejemplo del lenguaje o de la música populares, que son tarde o temprano adoptadas por todas las categorías del gusto. Pero lo verdaderemente incómodo del epíteto “vulgar” es su denotación clasista: se llama vulgar a quien se supone o se considera socialmente inferior. Y tal noción es justamente en sí misma un colmo de guaranguería. Dinero y alta posición no implican necesariamente, como se sabe, ninguna sensibilidad superior. Y además, como estamos por ver, lo guarango triunfa a cada peldaño de la pirámide social.
Amén de aquel de la chica de tapa son muchos los triunfos guarangos que nos toca padecer. La moda provee unos cuantos. A nivel internacional, la industria del vestido es un fértil proveedor de guaranguerías, que en la versión local se hacen patéticamente obvias. Desde los años Ochenta, cuando la moda se puso de moda en los países ricos y entre las clases acomodadas del resto del planeta, la ropa pasó a ocupar el lugar del fetiche supremo en la imaginación contemporánea, moldeada por y para el consumo. Todo el marketing, toda la mundanidad decorativa, todo el tralalá relacionados con el mundo de la ‘fashion’ – como les gusta decir a quiénes no conocen ninguna otra palabra de inglés- ocupan una ancha banda de la actualidad frívola. La moda se ha vuelto una rama de la industria del entretenimiento. Hoy, el desfile de modelos sobre carpeta roja que precede la entrega de los Oscars es sin duda el acontecimiento mas significativo de la cultura popular. Pero la industria de la música masiva, ha resultado ser para la moda más fructífera y mas influyente aún que Hollywood: en los Estados Unidos sobran las divas y divos pop que llevan en paralelo una carrera de designer, perfumeur, creador de accesorios. Mientras, por fortuna, ése fenómeno específico no ha aquejado (aún) a la Argentina, el fashionismo ligado a una supuesta rock attitude hace estragos bajo forma de tatuajes y piercings y pelos teñidos con colores de gaseosas o de golosinas, entre otras preciosidades. Lo grave es que, lejos de limitarse a los jóvenes, de quienes uno está en grado de esperar que se arrepientan algún día, el guarango pop ha impregnado todas las edades. Ilustración ejemplar, ya que no ejemplo ilustre: ese oxímoro ambulante que es la Lolita longeva, la cuarentona o cincuentona o incluso sesentona que adopta los looks jóvenes, ultra-minis y boleros ultra-ceñidos, volados, rûches, moños, denim bordado de perlas y strasses, zapatillas con plataforma y boca falsamente natural, de un beige rosado compacto y adobada con lip gloss.
Salvo en verano, cuando están asolando las playas, no hay tregua en Buenos Aires: lo guarango acecha en todas las esquinas. En los barrios elegantes se hace más ofensivo todavía porque allí se pretende chic. El catálogo de pequeños horrores de las pseudo-elegantes es vasto. Señalemos que incluye carteras, foulards y anteojos de sol ostentosamente de marca, internacional claro está, llevados con la presunción del asno de las reliquias y, ya cancelada toda cautela, el ‘total look’, siempre de marca por supuesto: la misma griffe del zapato a la vincha, afichado para peor como prueba de buen gusto, cuando se trata en realidad de sumisión consumista y de falta absoluta de imaginación. Creen alcanzar, con el lujo desplegado, un rango elevado. Y lo consiguen, pero en el escalafón de lo guarango.
¿Parecen detalles nimios? No hay que olvidar que la ropa es una forma de relato. Nos expresamos a través de lo que nos ponemos. Y lo que cuenta la calle burguesa no es más alentador que la tapa de la revista provocatoria o el carnaval juvenilista. La falta de discernimiento, los despistes del gusto son la consecuencia patente de una deficiencia general, o incluso de una carencia, de educación. Una persona informada y responsable de sí misma no acepta jamás tratar su propio cuerpo como una mercadería. La doctrina del guarango contemporáneo, en cambio, exige de sus adeptos que dejen de pensarse como sujetos y se transmuten en cosas. Esperemos – o mejor: hagamos todo para- que sus triunfos sean pasajeros.