Prados invitantes, suaves, como afelpados, acariciados por un sol nunca vehemente, entre espléndidas casas señoriales y pequeños bosques altamente decorativos. Igualmente sobrios y compuestos, los gestos, perfectamente regulados, y la ropa, del blanco al beige and back again, de los personajes que se mueven sobre este escenario. Estamos en algún condado inglés y la coreografía ejecutada es la de una partido de, digamos, cricket, típica, se supone, de un cierto modo de vida británico. Entre las huellas vistosas que nos han quedado de la que fuera la gloria del Imperio de Su Graciosa Majestad están la práctica y el culto del sport tal como nuestra cultura lo entendió por varias generaciones, comenzando por el ineludible fútbol.
Da una prueba ulterior, incontestable aún si más sutil, del poder cultural del Reino Unido, el hecho de haber sabido y podido transformar algunas de estas acciones físicas de grupo, algo en principio no especialmente delicioso, en respectivos símbolos de lo chic. Un halo de segura, persistente elegancia envuelve actividades como el golf o el remo, halo compartido hasta no hace mucho por el tennis, hoy demasiado banalizado como para pretender a cualquier glamour. Son contados, en realidad, los deportes considerados aristocráticos, o más genéricamente preferidos por las clases altas, que han conservado tal status hasta el presente. Es cierto que en algunos círculos los rituales son todavía respetados estrechamente de acuerdo a las reglas, como, por ejemplo, en los exclusivos colleges y ‘public schools’ donde justamente nacieron. Sin abandonarse a estériles pulsiones nostálgicas, fuerza es de constatar que ya no es válido el ideal social del cual estos deportes son una de las encarnaciones. Pero aún cuando queremos concentrar nuestra mirada en el despliegue estético y enfocar en especial los uniformes de juego, los meandros de la reflexión vuelven a llevarnos al terreno social.
Los trajes de deporte ingleses, que cumplen la función tradicional del uniforme, están hechos de contrastes extremos, bloques de colores sólidos dispuestos en simetrías sencillas que recuerdan la emblemática de los torneos medievales, rayas netas y bordes bien perfilados que delinean la indumentaria y definen el cuerpo. Poseen una enorme atracción visual. Y la exigencia estética a la que responden con tanta precisión es el reflejo de un orden social a su vez perfectamente diseñado y compuesto. Grafismos impactantes que son la manifestación sofisticada de una geometría social, es decir política, bajo riguroso control. El vigoroso snobismo inglés no ha jamás sido, como hay quien tiende a creer, la expresión de caprichosas liviandades personales presumiblemente encantadoras, sino, con mayor sentido de la practicidad, el vehículo y el instrumento de una ideología de clase. Una vez llegadas a su ápice, todas las sociedades producen versiones altamente estilizadas de sus propias realidades – y no hablamos para nada de creaciones artísticas sino de una mejora notable, de un acicalamiento, de lo cotidiano. Los ingleses completaron la versión ideal de si mismos que aún hoy está en boga cuando ya estaba iniciada la edad de las comunicaciones de masa. Una sensibilidad europea e imperial se topaba con los inicios de la modernidad tal como la entendemos todavía. Hoy comprobamos que vienen del deporte muchas de las imágines mas fuertes y memorables del álbum de estilos inglés.
Del cricket al croquet, los sports dichos aristocráticos no son muchos. Pero en compensación, con Oxbridge, o sea Oxford y Cambridge como epicentro, se difundieron ampliamente, de Australia al Zimbabwe actual, de Sudáfrica a las West Indies, de la India a la Argentina. Fueron primero los militares y los miembros de la administración colonial quienes hicieron conocer los deportes de su isla por los cuatro rincones del Imperio, seguidos por los hombres de negocios y los burgueses educados en las public schools y en las universidades que compartían las mismas creencias sociales. Todos ellos hallaban cristalizados en sus deportes los méritos que se exigía de los representantes del poderío británico: el compromiso, el aguante, la tenacidad, la lealtad, la docilidad, el respeto, el sentido de las jerarquías. Y, last but not least, un sólido auto-control. Y asì como en el terreno deportivo los intereses del equipo debían siempre de modo absoluto imponerse a todo cálculo personal, de la misma forma el proyecto imperial esperaba que el individuo pusiera sus ambiciones al servicio de la empresa colectiva que lo incluía y a la vez lo sobrepasaba. Team spirit, en suma, a todos los niveles. No resulta difícil, por ejemplo, ver en el rugby, deporte favorito de las academias militares, una transcripción del espíritu de conquista - fuerza bruta, sudor y garra.
La edad de la euforia imperial no podía sustraerse a la tentación neo-clásica. No por azar fué resucitada justamente entonces, la idea de los Juegos Olímpicos, por un francés, Pierre de Coubertin, tan enamorado de las ceremonias desnudas de la Grecia antigua como de la cultura del cuerpo, la bien llamada educación física, de las public schools. En tal perspectiva, el deporte está llamado a un cometido esencial: el de modelar la fibra moral a través del desarrollo de aquella muscular. Nada de mens sana sin corpore sano, en suma.
No sorprenderá que incluso los deportes chic tuvieran un rol en este vasto proyecto pedagógico, como modelos de comportamiento para emular, emblemas de una meta social para alcanzar. Fueron establecidos códigos que reglamentaban los comportamientos en los terrenos de juego. Se puso el acento sobre el fundamental control de sí mismo, el self-control, es decir la gestión racional de las propias emociones, una economía psíquica según la lógica comercial del Imperio. A medida que los jugadores se van agrupando en clubs y éstos a su vez en asociaciones, el decoro, la cortesía, el fair play se vuelven exigencias inherentes al juego mismo. El deportista estaba supuesto tener maneras irreprochables y hasta refinadas y debía mostrarse digno en la derrota y afable cuando vencía. Representaba los mejores valores morales. Su conducta ejemplar debía hacer del espacio de juego el espejo de una cultura noble.
Acompañaba tales excelentes intenciones un denso, intenso, compacto snobismo. El hombre verdaderamente elegante se contenta con saber para sus adentros que corona una jerarquía, dándole por otra parte al dato el mínimo de importancia humanamente posible. Al snob en cambio le urge dar a ver su preeminencia sobre los demás. En el momento en que tomaron forma institucional, estos deportes para privilegiados expresaban el espírito de la vieja aristocracia y de la gentry pero tambien el de la alta burguesía enriquecida con la empresa imperial, de vasta educación y pretensiones aún mas enormes. Los métodos empleados para mantener alejados a quienes no convenían eran variados, pérfidos aunque no sutiles y en su conjunto terriblemente eficaces.
No alcanzaba con poseer un mas que respetable capital financiero que asegurara el mejor material, un impecable guardarropas, caballos y perros y los a menudo imprescindibles criados. En primer lugar había que haberse salvado de la blackball, la bolilla negra, es decir satisfacer en cada uno y todos los detalles los férreos criterios de admisión de los clubs, obsesionados con el carácter exclusivo de sus memberships.
Solamente entonces los elegidos podían penetrar dentro de toda una geografía del aislamiento espléndido: grandes propriedades inaccessibles al común de los mortales, mansiones suntuosas entre parques y jardines y ríos y canales, lujo, calma y competividad. Pero para todo esto era necesario llenar otro requisito: el de merecer verdaderamente la pertenencia a las clases ociosas, disponiendo de suficiente tiempo libre como para participar en competiciones que duraban a menudo varios días, nunca menos de tres para el cricket, mas aún para el golf o para la caza.
De tal abundancia de riqueza tan cuidadosamente modulada, nos quedan, todavía vivaces, los símbolos exteriores: los trajes, las camisetas, los uniformes, estudiadísimos, definidos con una minuciosidad y una meticulosidad extremas, ejemplos válidos hoy como ayer de elegancia serena. Y más aún: nos queda en un sweater blanco à torsades toda una civilización.
Publicado como Aristosport en L’Uomo Vogue, 2005, Traducido del Italiano y adatado por el autor © Javier Arroyuelo