Perpetua Juventud / exclusivo para Sophia /Junio 2008
En los Sesenta, años de gloria de la minifalda, que ella execraba, Coco Chanel proclamó: “Il faut remplacer la jeunesse par le mystère» - Hay que reemplazar la juventud por el misterio. No se trataba para nada de la reacción de una anciana dama conservadora, como se interpretó en el momento. Al contrario, a la distancia, la escuchamos como una intuición profética. Chanel, que había nada menos que inventado el vestuario de la mujer moderna, consideraba la mini infantilista, regresiva. Intuimos que veía en ella un signo exterior muy significativo de una tendencia de comportamiento que por entonces solamente se insinuaba y que hoy, ya transformada en conducta hegémonica, identificamos como ‘juvenilismo’. Los jóvenes irrumpían en la escena social con órbita propia. Ocupaba el primer plano de la actualidad toda una multitud de precoces personajes - stars del rock y de la pop, modelos, actores, artistas, activistas- aún con los mofletes de la adolescencia. La juventud en efervescencia se constituía en un fenómeno social, que en muy poco tiempo derivaría en categoría del consumo. En las décadas siguientes, el ser joven -o el continuar a parecerlo aún cuando el registro civil desmintiera tal ambición- fue dando lugar a una verdadera industria -ropa, cosméticos, cuidados- con su correspondiente avalancha de propaganda. Coco Chanel asistió a los inicios de la doctrina del juvenilismo y con gran lucidez, con la experiencia que le daba su vida bien vivida, lanzaba un claro aviso contra la ola de estupidez que iba a extenderse por el mundo y en la que nos encontramos hoy sumergidos hasta el cuello. Pero ya no es solo a través de la ropa que se manifiesta el fenómeno. La gente no vacila en modificar su cuerpo – llegando a extremos grotescos que no podemos dejar de contemplar con espanto. Pero lo verdaderamente inquietante es la regresión en términos de comportamiento, es decir cultural, que acompaña a todo éste esperpento
Hablando de quienes, en el intento de esquivar las huellas del tiempo, se vuelven adictos a las cirugías y a los tratamientos estéticos, me dijo una vez Jeanne Moreau, la gran actriz francesa, hoy estupenda en sus ochenta años, que a su parecer el problema residía en que esa gente vivía obesionada con la vejez. “Pero no hay que pensar en la vejez”, agregó con su voz inconfundible, “sino en la muerte”. Resumía así con una magnífica sencillez una gran deficiencia intelectual y emocional de las sociedades ricas. Porque pensar en la muerte es exactamente lo que el mundo desarrollado, próspero y ávido de placeres intrascendentes e inmediatos, rehúsa con mayor vehemencia. Así, por ejemplo, la avalancha de muertes espectaculares en el cine de hoy, violentas hasta lo grotesco, o la conversión, en los noticieros de la televisión, de las muertes reales en eventos mediáticos, cumplen justamente la función de anular por sobrecarga, por retórica barroca, cualquier enfoque realista o trascendente del tema. Pero tampoco por otra parte la cultura hegemónica del consumo, ése gran dictador contemporáneo, permitirá jamás que la masa de sus sujetos, la clientela planetaria, descubra la vejez como el digno momento que es y como la posibilidad de elegancia moral que debería ser. Se la presenta, en cambio, como una dolencia que es imprescindibile prevenir o, en el peor de los casos, curar.
El negocio consiste en mantener a miles de millones de personas engañadas con el espejismo de un presente continuo, eufórico y liso, atrapadas en una narrativa kitsch donde se puede ser feliz y joven en permanencia. Feliz y joven son sinónimos en el lenguaje del consumo. La juventud nos es vendida como un talismán, el remedio contra cualquier mal existencial. Y lo extraordinario es que infinidad de personas que han sido jóvenes y por ende deberían recordar los pro y los contra del período adhieran desatinadamente al proyecto, como si en el retorno –por otro lado imposible- a un pasado imaginado estuviera la solución para el malestar de su presente. Pero quizás sea precisamente porque lo que se les ofrece no es su pasado personal real sino una confección genérica vistosamente empaquetada.
Por cierto que desde tiempos inmemoriales el ingenio y la ingenuidad humanos buscaron detener drásticamente los llamados ultrajes de la edad. Pero nuestra época alienta la ilusión faustiana de que las tecnologías avanzadas finalmente lo están logrando. La perpetua juventud, por milenarios solamente un sueño, una fábula, es paradójalmente en nuestra modernidad un espejismo tras el cual se pierden multitudes. La ideología del juvenilismo empuja a una mayoría de gente a negar que la juventud tenga una fecha límite, melancólica pero obvia y necesaria constatación. Pretende justamente lo contrario: que se puede vivir por siempre en estado de lozanía.
Hay datos verídicos que, manipulados, pueden alimentar el espejismo. Así, la esperanza de vida en aumento constante y los avances en materia de salud pública que la sustentan, que tiene como corolario el deslizamiento de los ciclos de vida. Hoy se es activo por mucho mas tiempo que hace unas pocas generaciones. Los sesenta años de hoy, se dice, son los cuarenta y algo de otros tiempos. Pero lo patético es que en la realidad comercial de cada día, en el contexto del consumismo, la posibilidad de tener o parecer de cuarenta y algo no parece codiciable, no nos es presentada como un logro. El ideal, por absurdo que parezca, es la vida en una suerte de limbo post-adolescente. El proyecto en acto tiende a abolir las edades, desdibujando las fronteras que deben separarlas claramante, cada una con su acopio de usos y prácticas y códigos. Hoy se alienta la precocidad de los niños y se acepta que los adolescentes proclamen en todas las áreas de la vida su paridad con los adultos – es la famosa “crisis de autoridad”. Los adultos entretanto, en un movimiento simétrico pero opuesto, se aferran a una idea de la vida entendida como oportunidad lúdica, reclamando sus áreas de entretenimiento y de hipotética creatividad, volviendo no ya siquiera a los años de universidad sino al supuesto paraíso de los dulces dieciseis.
Con el juvenilismo la sociedad de consumo ha abierto una veta de máximo, de infinito provecho. Hace ya unos años un artículo de The Economist indicaba que en los Estados Unidos se consagraba mucho mas dinero a los productos de belleza y servicios asociados –cosméticos, cirugías, dietas, perfumes, gimnasios- que a la educación. Obnubilados por una perfección física imposible de alcanzar y por ideales estéticos que cambian, según pasan las modas, con la misma fluidez que las imágenes de un caleidoscopo, los consumidores tratan su propio cuerpo como una mercadería transformable, como un perenne ' work in progress'.
El uso fanático de la cirugía, a lo Michael Jackson. es el signo exterior más llamativo de la tendencia juvenilista, un síntoma de inestabilidad personal transformado en manifestación colectiva, más vivaz y más vistosa. a medida que se propaga. Hay por supuesto una manera culta, informada, de abordar el problema. Parece posible ofrecer al mundo una versión mejorada de sí mismo a través de ciertas intervenciones moderadas, regímenes, ejercicios, y otras alternativas ‘soft’ y ‘light’. No hay nada de reprobable en esta búsqueda de un plus estético cuando sirve para corregir defectos reales que provocan un verdadero sufrimiento psíquico. Lo inquietante es cuando el individuo lo hace regido por las exigencias de la cultura consumista. En pos, además, de una frescura, una elasticidad, una ambigua inocencia imposibles de recuperar. Y ya no es solo la señora de otros tiempos quien exige ser cortada, seccionada, vaciada aquí, rellena allá. Su marido la acompaña en sus aventuras quirúrgicas. Y hasta sus hijas e hijos porque, paradojalmente, ya no hay edades liberadas de la ansiedad de parecer más joven. La patética razón invocada es la necesidad de adaptarse a un mundo en el que la imagen está supuesta ser un valor determinante. Claro que los parámetros con que miden la calidad de la imagen obtenida distam mucho de ser los de la cultura clásica. La inspiración no viene de Praxíteles ni, más inmediato, del Hollywood de la Edad de Oro, último centro activo de elaboración de la belleza, sino de la ficción más obvia, la imaginería pop, los dibujos animados, las fantasías de la industria del sexo. ¿Como es posible que quienes se entregan a la estética del juvenilismo no sean mínimante conscientes de estar flirteando con el mamarracho? No hay que olvidar que el amor es ciego y que el narcisismo, un amor potenciado por su funcionamento en circuito cerrado, es además sordo y mudo.
¿Debemos entonces creer que a la mayoría de nuestros contemporáneos le basta y sobra con la luz que emana de Disneyland? Es en todo caso difícil encontrar signos patentes de respeto hacia la autoridad luminosa de la figura adulta: El conocimiento, la seriedad, la evaluación realista no parecen ser valores en alza. Existe obviamente un gran número de hombres y mujeres que aspiran al equilibrio, que no eluden las responsabilidades, que están ocupados en enseñar y en aprender, es decir en asegurar la continuidad de la cadena de la cultura y del conocimiento. ¿Falta quizás que se constiuyan no en partido sino en una única voz, minoritaria pero inventiva y enérgica? Será quizás utópico pero estimulante. Y creer en utopías es sí un signo de auténtica juventud.