El pasado como manía /Publicado originalmente en Vogue Italia/ 1997
© Javier Arroyuelo.
Reaparece ‘re-’, el pequeño, amado, ventajosísimo prefijo que denota nociones de repetición y de regreso y del cual el léxico de la moda hace uso frecuente, combinándolo con unidades similares, como ‘neo-’ y ‘post-’.
Regularmente, en efecto, la moda se dirige a su propio pasado para redescubrir siluetas, revistar estilos, recuperar looks, reevaluar atmósferas, vale decir para repescar ideas.
Y justamente en el mundo de la moda las ideas no forzosamente fluyen como un Niágara, aunque se ponga el estilista a pensar en grupo con sus asistentes, su directora del marketing y sus musas, que andan siempre de arriba para abajo por el estudio fumando como chimeneas.
Hay que considerar la pesadez de la tarea: no querría para nada encontrarme yo en el lugar de quienes dos, tres, cuatro veces al año se ven lápiz en mano ante la despojada impasibilidad de la hoja de papel, tratando de inventar modos nuevos, sorpresivos, prácticos y lisonjeros de vestir el cuerpo humano.
Ingrato ejercicio.
Dos mangas después de todo no serán jamás otra cosa que dos mangas y de la farolito a la ultra-adherente ya se han visto y ensayado todas las variaciones imaginables. Cual inédita forma puede darse a dos agujeros donde pasar los brazos y a los dos tubos correspondientes que los revisten?
La mente se niega a concebir la horrible angustia que seguramente se apodera del estilista, sus asistentes, su directora de marketing e incluso de sus musas cuando en su simposio termina por presentarse ineluctable el dilema de la manga.
Quizá qué contentos han de verse diseñando el spring/summer, cuando de las mangas puede importarles un bledo! Y sin embargo, pensándolo bien, aun entonces no dejará de asaltarles la angustia, bajo la forma de, por ejemplo, un escote.
Pues desafortunadamente para los escotes vale el mismo discurso: vertiginoso o circunspecto, redondeado o marinero, también de los escotes conocemos el entero repertorio.
En condiciones tales, es comprensible, de un punto de vista casi diría humanitario, que cuando la inspiración se hace escasa y Bloomingdale’s se impacienta, el atelier unánime se vuelva hacia el fértil pasado presentándolo, commerce oblige, como presente ineludible.
Y así es como en esta temporada nos llega una ola de estilo toda reciclaje y nostalgia y flores rosas y volados y flou que, puesto que sonaría muy 'Setenta' llamar retró, ha sido rebautizada vintage. Naturalmente, poco importa la nueva denominación: no se trata de otra cosa que del más puro retró años Setenta, punto y al renglón.
El frenesí del consumismo obra portentos que muy probablemente nadie reclamaba. Desde el mas allá John Lennon se reconecta con los Beatles para volver a cantar con ellos y en las páginas centrales de las revistas de punta aparecen, igual de fantasmales, las botamangas elefantescas, las micro chombas de verdadera falsa fibra sintética idénticas a las que lucían los hinchas de la era de Paolo Rossi, la imposible combinación de pantalones de tiro bajo con brevísimas camisetas, que crea un efecto vientre al viento recomendable exclusivamente para la eventual odalisca quinceañera, el maléfico juego de proporciones - arriba corto, abajo largo- que exige piernas kilométricas - todos hallazgos del gusto de una época, los Setenta, que, tal vez con exagerado optimismo, creíamos desaparecida para siempre.
Parece que las fashion editors no están para nada felices con este último back to the future al revés. Particular descontento habrían manifestado las más veteranas de entre ellas, que a lo largo de la extensa carrera ya han visto demasiadas marchas atrás y vueltas adelante y reapariciones insospechadas y milagrosas resurrecciones.
Tal vez se ilusionaban con que la New Elegance, la manía prevalente hace aun pocos meses, que apuntaba al retorno triunfal de la leonesa de Park Avenue en todo su cauteloso esplendor, apoyándose en aquellos valores (eterno chic, panache innato, calculada sobriedad) que son como la entera gnoseología de las fashion editor, gozaría de vida mucho mas duradera. Y en cambio no. Y no. Y no.
En uno de sus repetidos giros a ciento ochenta grados, la moda pasa de un vértice de clasicismo a un nadir pop. Bajo las cirugías, a las fashion editor se les ponen las caras tamaño XXL.
Hay que entenderlas: tras una vida enteramente consagrada a la exaltación de algunos pedazos de tela (una elección bastante simpática por lo que tiene de espontánea ligereza) están las pobres en todo su derecho de esperar emociones de un calibre superior a las que puede proveer un enésimo reexamen del tema bikinis. Para coronar la carrera, las queridas adoradas nunca bastante alabadas fashion editors sueñan despiertas con un scoop incomparable como un nuevo New Look para narrar en vivo y en directo, o con la ebriedad de oficiar de parteras en el nacimiento del Saint Laurent del año 2000.
¿Pero como, no puede uno dejar de preguntarse, estas observadoras privilegiadas, estas abonadas a los pre-estrenos, estos oráculos vivientes, no han aún comprendido que la Moda tal y cual la hemos conocido es hoy en día cosa de museo?
En las noches de este último verano, sentado en la terrasse de uno de los café ‘in’ de una localidad a tal punto ‘in’ que será mejor dejar el nombre ‘out’, miraba con alarma el desfile de turistas, todos supuestamente informadísimos, arreglados como para una sesión de premios de la MTV y todos, travestís incluídos, feos, tediosos y banales. Tremendo síntoma cuando ni siquiera los travestís intentan ser bonitas, divertidas, originales.
Todos en realidad han adoptado lo que se ha dado en llamar 'una actitud rock'n'roll'. Alarmante viaje en el tiempo y alarmante confusión conceptual.
En su momento original, en los Setenta claro, el mal gusto deliberado y las estridencias del espíritu rock’n’roll eran asumidos tal y cual, eran la elección bien sopesada de quién quería distinguirse con un cierto sentido del humor. (También yo fui transgresivo en maxiabrigo forrado de piel y pantalones de terciopelo naranja).
Hoy en cambio una malvenida solemnidad preside el asunto: estos de ahora no son trajes sino declaraciones de principios estéticos y no basta entonces con que te tiren a la cara los mismos horrores que uno una vez se puso sino que además se exige que uno tenga la cortesía de proclamarlas divinas, geniales, fabulosas.
Por favor.
Mientras tanto, el espíritu rock’n’roll se ha impuesto como punto de referencia para todas las modas, de las de comportamiento a las del atuendo. No es entonces por casualidad que las tendencias retroceden de dos décadas. Se puede fechar efectivamente a partir de los Setenta la aproximación gradual de la moda a la industria del entretenimiento: abandonada hoy toda pretensión de elitismo, la moda es pensada, hecha, promovida, y recibida por el público como una forma mas de show-business.
Más allá de detalles anecdóticos como los encuentros amorosos entre top models y rock stars, son muchos los puntos de contacto entre la industria del vestido y la del disco: calzones y canciones participan del mismo modo de producción y difusión, son expresiones equivalentes y conjuntas de aquel vasto sector de la estructura consumista que se dirige prioritariamente a los jóvenes.
Desafortunadamente para los dueños del mercado, la mayor parte de los jóvenes de hoy no tiene los medios para comportarse como consumidores full-time. Golpeados por la crisis del empleo y por el descenso general del nivel de vida, es decir no aún financieramente adultos, los jóvenes se ven reducidos a lamer las vidrieras repletas de aquellos productos a ojos de ellos bellísimos que les estan en principio destinados. Pero dado que son jóvenes – y fáciles y vivos- se contentan con los calzones y las canciones, el CK One y los CD. Para las pilas de jeans y las pilas de T-shirts van al Gap. Para el resto – chaquetas forradas, botas altas, boleros de encaje, minikilts- van a las Pulgas, como hacíamos nosotros cuando teníamos la edad de ellos. Y es allí justamente que estos desgraciados echaron mano sobre las dudosas riquezas de la panoplia Setenta.
Y así, cuando a las Pulgas llegaron el estilista, sus asistentes, su directora del marketing y sus musas no quedaba mucho que comprar. La colección, a pesar de todo, les salió de lo más moderna.
Son entretanto los ya no tan jóvenes y los para nada jóvenes quienes arrasan con los supuestamente bellísimos productos de las vidrieras. Y es así como hemos llegado al punto en que señores de pelo sal y pimienta no vacilan en insertarse sortijas en la nariz y se arriesgan a la ruptura del fémur tratando de subirse a la Harley Davidson con la soltura de un Keanu Reeves.
Es cierto que la ilusión de la eterna juventud ha constituído un atractivo argumento de venta ya desde el alba de la civilización. Desde la Babilonia original hasta la de nuestros días ha sido todo un continuo beauty treatment de máscaras de hojas y raíces, cataplasmas de cáscaras, baños de fango o leche fermentada y vaya saber cuales otros espantos en búsqueda de la frescura o por lo menos de un trompe-l’oeil decente. Nuestra época, a pesar de las cuantiosas sofisticaciones tecnológicas, o tal vez porque éstas empujan a creer en los milagros, mantiene viva la fantasía de ganar la carrera contra el tiempo -pero no podría ser que el mantenerse tan alerta haga que nos surjan nuevas y peores arrugas?.
Tras el láser borra-todo, la Retina A, los ácidos alfa-hidróxidos, ahora los americanos (aun y siempre ellos) se vuelven locos por la melatonina, una enzima de fábula que no solo cura el insomnio: tras dormirnos nos rejuvenece mientras soñamos con Peter Pan.
Es dentro de un tal contexto (el discurso tácito podría resumirse en un slogan: Only Youth is Beautiful) que sería interesante ubicar fenómenos de moda como éste que nos ocupa, esta vintagemania que idealiza aquellos tiempos legendarios en que todos teníamos muchos años menos.
Desdichadamente el tiempo pasa y con criminal descuido transforma a los Rolling Stones en muñecos de goma y deposita su huella amarillenta sobre las páginas de las revistas de moda. Presa de los ataques de la edad madura, la astuta generación de los baby boomers, hoy al mando de las industrias del entretenimiento, de la moda y de la publicidad busca tranquilizar al publico, pero en realidad en primer lugar a si mismos, con mensajes fútiles, reencontrando el pasado bajo la forma inocua de un desfile brillante, que son otros tantos masajes del ego, ya que se glorifica como episodio de leyenda la propia adolescencia.
Un retour de otro orden ha llevado a cabo Richard Avedon, sin duda el más famoso fotógrafo de moda, a través de un muy comentado servicio de veintiséis páginas publicado en un número New Yorker del pasado noviembre. Los vestidos de los más importantes estilistas del momento aparecen en un décor en equilibrio entre la escualidez de los suburbios industriales y el cuentode hadas perverso, lucidos por una pareja inquietante: la top model Nadja Auermann, toda carne, y un esqueleto, todo huesos, móvil como un personaje de dibujos animados. En la obviedad del tema macabro muchos han querido leer una alegoría de la tantas veces anunciada muerte de la moda. Avedon, autor de imágenes eminentemente memorables, pasadas ya a la mitología de la moda y hoy aun obedientemente copiadas, parece querer expresar con intensidad melodramática, una incontenible saciedad, que es también la nuestra, ante el agotamiento de la estética fashionista. La moda como símbolo elitario y las escrupulosas y estrechas nociones de gusto que encarnaba y que en una época Avedon ilustraba con talento y vitalidad, no representan ya más algo superior. Son, a lo sumo, un valor mas en el mercado (véase la New Elegance). En su lugar tenemos una fiesta rock’n’roll corporativista lista para ser retransmitida por la tele. Mientras que se consiga mantener al espectador cautivo cualquier fantasía es valida, incluido el vintage.
Uno tras otro, los estilos más evidentes y reconocibles de cada década del siglo han sido re-propuestos au goût du jour. En los Setenta se redescubrió el Art Déco (bordados geométricos, cejas depiladas a lo Marlene) y luego los Cuarenta (turbantes, hombreras, labios rojo violeta, zapatos de plataforma) y en los Ochenta inevitablemente se miró hacia los Cincuenta (cinturitas de avispa, enaguas y frou-frou, y hasta el pouff tomado a préstamo de los vestuaristas de Hollywood). Puntualmente, al inicio de los Noventa vinieron los Sesenta (hippies, mods, Jackie, Audrey, Courrèges), y luego la presente manía. Previsibles como la niebla en (el aeropuerto de) Linate, los Ochenta (en lectura Joan Collins?) amenazan en el horizonte. A este ritmo de anfetamina se puede estar seguros que volveremos a ver en un par de años las modas de hace un par de años. Abre entonces tu placard y verás el futuro.