El gusto por la vida bohemia no es por cierto innato. Como los vicios mayores, o, si se prefiere, mejores, se lo adquiere creciendo. ¿Futbolista? ¿Astronauta? ¿Bombero? Sí, señor! Pero raramente un niño se soñará a sí mismo en el rol de un futuro bohemio. “De grande quiero ser Arthur Rimbaud” es una frase que suena altamente improbable. Y es lógico: preocupados ante todo por su propia seguridad, los chicos son de un conservadorismo feroz y saben muy bien que mientras las instituciones como Boca Juniors o la Nasa funcionan en la práctica según las reglas del proteccionismo maternalista, la vida de artista en cambio no garantiza para nada los privilegios de los que ellos, pobres angelitos, gozan por lo general gratuitamente, como la casa, la comida, la ropa y la Playstation.

La bohemia se convertirá en una alternativa atrayente recién cuando el muchacho descubra que la mamá de clase media y el porro no han sido creados para coexistir bajo el mismo techo. De hecho, la contigüidad inevitable en los domicilios pequeño y medio burgueses y las cada vez más frecuente quejas en estéreo de los padres hacen que un cierto número de jóvenes impacientes y quizás no muy atinados se lancen a la vida bohemia. Es cierto que de todas maneras hace falta poseer un mínimo de ganas libertarias y de sensibilidad, ése poco de vocación artistico-intelectual que permite que uno transcurra el invierno leyendo Elias Canetti en un cuartito mal caldeado, compartiendo el atún en lata con el inevitable gato suelto.

El itinerario bohemio pasa obligatoriamente por las academias de Bellas Artes, las escuelas de Danza, los conservatorios de Música, los centros de Arte Dramático, las facultades de Filosofía y Letras y por cualquier bar abierto después de las dos de la mañana. El cybercafè, en cambio, lugar notable de la contemporaneidad, no parece favorecer la fantasía: el computer, se sabe, detesta el desorden.

Muchas veces el ritual bohemio inicia con una noche de borrachera barata -en París, al Beaujolais nouveau- prolongada hasta que no quedan colectivos para volver a casa. Tal conjunción ha determinado mas de un destino artístico: es notable el número de adeptos a las Musas venidos de barrios lejanos, vaya a saberse cual suburbio inalcanzable a pie, sobretodo si tambaleante.

Para quien ha podido procurarse las llaves de la BMW paterna, o con mayor probabilidad la Austin materna, la bohemia tiende a permanecer episódica; no se prolonga mas allá del café bebido al alba con los primeros croissants de la boulangerie. Todo o casi todo en francés porque, aunque el bohemio en formación no haya nunca estado en París, la ciudad de Rodolfo y Mimí es para él por supuesto el ideal platónico de lugar. Se siente en París incluso, o más exactemente en particular, cuando vive en Necochea. Nada más comprensible: la bohème tal y cual nos ha sido narrada hasta hoy es un puro concepto francés – amén de burgués y muy siglo 19- y antes de experimentarla en carne propia, se la ha vivido a través de toda una cadena de autores “parisinos”, de Balzac a Henry Miller y Anaïs Nin, y a través de las secuencias de fotos en blanco y negro de Man Ray y Brassaï y Cartier Bresson et toute la bande.

Han existido por cierto otras variantes geográficas igualmente auténticas y válidas – para mencionar solo algunas:el Berlin de Christopher Isherwood, la Madrid de Buñuel, Dalí y García Lorca, la Buenos Aires de la edad de oro del tango, la New York del expresionismo abstracto y de los Beatniks - pero Paris, siempre eficaz en el institucionalizar todas las formas de sí misma, parece ejercer una suerte de monopolio sobre el tema. Que inspiró repetidamente al cine francés, con Les Enfants du Paradis como emblema y tantos de, o tal vez todos, los films de Jean Luc Godard. Ponéte la boina y demos un paseo que será al mismo tiempo un flashback envuelto en una nube de Gauloises Bleues, saltando dal Quartier Latin a la vieja Cinémathèque de Henri Langlois en Chaillot frente a la Tour Eiffel, un franco la función y vuelta a pie cuando la interminable Gertrude de Dreyer te hacía perder el último metró.

Revisitada con ojo nostálgico, la vie de bohème se hace particularmente fotogénica. Es el bien conocido chic de la pobreza: abrigo militar comprado por dos centavos en las Puces de Montreuil, botas de montar, ofrecidas por vecinos prósperos como parte de pago por pintarles la cocina, cuello volcado de cachemire negro, tomado a préstamo en la boutique de Saint Laurent. Pobres pero lindos. Y jóvenes. Es decir dos veces lindos. Lo son tambien los bohemios de hoy, vestidos según la misma inspiración, con cosas de segunda mano elegidas ante todo por su cuota de originalidad.

En el espíritu bohemio cada prenda tiene que distinguirse por el color –inesperado; la textura -evidente, elaborada; el corte – nunca tímido. El todo, un puro mix estudiadísimo, espejo de una individualidad bien delineada, se lleva por supuesto con la mayor naturalidad. Es show off, claro, pero es un show off simpático, ya que lo que se pone en muestra es la imaginación – o el esfuerzo hacia la imaginación- de cada uno.

En un gesto vestimentario se vuelve a encontar el charme de algunas actitudes adolescentes. Al bohemio le gusta perturbar la panoplia burguesa: una prenda tradicional es transformada en pieza de vestuario y lo cotidiano asume un perfil teatral cuando se llevan chaqueta, pantalones y chalecos de tres trajes dferentes.

Pero no existen reglas: el bohemio es una pura entidad anti-fashion, aunque no escape a que la moda lo siga, y se viste según las ganas del momento y basta. No cae en las acostumbradas trampas de la Moda con mayúscula: la angustia de las proporciones justas, el dilema del número de botones, la desesperada búsqueda de una alternativa al traje gris, toda la redde rationem, en suma, de cada temporada.

Inversamente, la moda no se priva de inspirarse del mundo bohemio, aunque lo hace poniendo las debidas distancias. A la gente fashion, la bohemia le gusta mas cuanto mas alejada en el tiempo, bella nostálgica retró y avalada por un name-dropping masivo -Modigliani visto como top model, Picasso como precursor de los mix estridentes, Cocteau como ícono de estilo (sus camisas blancas con los puños desabotonados y dados vuelta son un detalle muy copiado por los fashionistas con pretensiones artísticas). Pero mientras la industria de la moda exige un sujeto que hable solo la lengua del trend del momento, al bohemio le gusta utilizar el lenguaje de la ropa para contar sus ganas de libertad.

Existe de todas maneras hoy por lo menos un ejemplo de encuentro perfecto entre moda y bohème: la ropa intrínsecamente anticonformista de Yohji Yamamoto, que facilita, apoya, provoca la expresión personal. Lo cual resume justamente la esencia del ser bohemio: la fidelidad a una idea de sí mismo bajo el signo de la autonomía. Bohemio no se nace, sino que se hace, y una vez hecho se lo es hasta la muerte. Justamente, el cementerio de Montparnasse es el punto de rendez-vous final mas bohemio que pueda existir.

Publicado en L’Uomo Vogue, 1998, traducido y adaptado del italiano por el autor © Javier Arroyuelo.

por Javier Arroyuelo